El carnicero que cayó por el crimen de su tía y escondía otra verdad: “Los maté a todos”

Luis Fernando Iribarren fue detenido en 1995. Entonces se descubrió que nueve años antes había masacrado y enterrado a toda su familia en un chiquero. Aunque ya está en condiciones de salir en libertad, ningún juez le firmó la salida.

Policiales 06/03/2023 Claudia Claudia
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“Me jodía que sufriera, y la maté por piedad”. Así confesó Luis Fernando Iribarren el crimen de su tía, que sufría una enfermedad terminal, en 1995. Tenía entonces 30 años y quedó detenido por el hecho. La sorpresa vino cuando se descubrió que ese mismo hombre, una década antes, había matado y enterrado a toda su familia en un chiquero en un campo de San Andrés de Giles.

Fue tras aquella macabra revelación que Iribarren pasó a integrar la tristemente célebre lista de asesinos seriales argentinos y se ganó también su apodo para siempre: El Chacal o El carnicero de Giles. Es que además del homicidio de su tía enferma de cáncer, por el cual lo habían detenido, la Justicia lo encontró responsable de los asesinatos de su padre, Luis Juan Iribarren; su madre, Marta Langebbei; su hermano Marcelo, de 15 años, y su hermana María Cecilia, de 9.

Todos los crímenes los había cometido con una carabina calibre 22 o a golpes con un hacha. El chacal, “omnipotente, narcisista y paranoide” como lo definieron los peritos psicológicos y psiquiátricos que se entrevistaron con él, fue condenado en agosto de 2002 a la pena de reclusión perpetua y accesorias. Actualmente, Iribarren sigue preso porque ningún juez se atrevió aún a firmarle la salida, se recibió de abogado entre rejas y hasta se dio el lujo de inspirar una canción.Screenshot_20230306_181210_Facebook

La tía “enferma” y un “viaje” a una fosa común

Un mes después de que la Selección argentina levantara la Copa en el Mundial de México ‘86, Iribarren empezó a mentir. “Mi familia se fue a vivir a Paraguay”, le decía en aquel momento a sus vecinos y sostenía que la razón para eso era una supuesta deuda que no podían saldar.

Efectivamente, los vecinos dejaron de cruzarse en la calle con los parientes de aquel hombre callado que, paradójicamente, se dedicaba a la venta de equipos de comunicación y en sus ratos libres se entretenía tratando de perfeccionar un motor eléctrico que él mismo había diseñado. Nadie puso en duda su versión, sino hasta nueve años después, con la muerte de Alcira Iribarren.

La mujer, tía de Luis Fernando, vivía en una casa a metros de distancia de la de su sobrino y cuando se enfermó fue él fue quien se ocupó de acompañarla a los médicos, a las sesiones de quimioterapia y le aplicaba las inyecciones de morfina para calmarle el dolor. Hasta que de un día para el otro nadie más la vio.

“Está muy enferma y la llevé a un hospital de Buenos Aires”, respondía el Chacal cada vez que alguien le preguntaba por ella. Poco después, tuvo que reconocer que su tía estaba muerta y se lamentaba, cuando tenía “público”, porque no había podido ganarle a su enfermedad. Sin embargo, la gente ya no se convenció tan fácil esa vez al escucharlo y el 31 de agosto de 1995 un llamado al 911 comenzó a sacar a la luz el oscuro pasado de Iribarren.

El olor nauseabundo que golpeó a los efectivos apenas atravesaron la puerta de la casa ubicada en la calle Cámpora anticipó la escena sangrienta con la que se encontraron unos pasos después: Alcira estaba muerta, pero no la había matado el cáncer. Tenía dos hachazos en la cabeza.

Acorralado por la policía, Iribarren, único apoderado de la víctima, confesó con frialdad: “Quería ayudarla a terminar con su sufrimiento y procedí a asfixiarla, pero como no pude busqué otra forma. Recorrí la casa y encontré el hacha. Le pegué dos golpes en la cabeza”. Esa misma frialdad le había servido para seguir cobrando la jubilación en nombre de ella durante meses, hasta que el engaño fue descubierto.

Pero entonces, los investigadores repararon en otra frase que intentó pasar desapercibida en medio de la declaración del asesino serial: “No tuve el coraje de dispararle a mi tía con el arma porque me acordé de lo que les había hecho a mis padres y a mis hermanos, y no soportaría hacerlo de nuevo”.

A sangre fría.

Tan evidente había sido esa segunda confesión camuflada que los investigadores dudaron de su veracidad. Por el contrario, creyeron que se trataba de una estrategia para ser declarado inimputable por el crimen de su tía. Más allá de las especulaciones, los dichos del detenido obligaron a iniciar la búsqueda de los cuerpos.

Tres meses después, en una fosa común, a metros de un chiquero, en una casa de campo que la familia tenía en la zona rural de Tuyutí, encontraron la verdad enterrada. Allí estaba lo que quedaba de los padres y los hermanos del asesino. Los restos de la nena todavía permanecían abrazados a un osito de peluche.

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Ante el juez de instrucción, Iribarren declaró que los había matado a todos porque “les tenía bronca”. En base a su relato, todo sucedió durante una madrugada lluviosa y usó para llevar a cabo la masacre una carabina calibre 22 que utilizaban para cazar vizcachas.

El “carnicero de Giles” dijo que disparó con los ojos cerrados. A sus padres y a su hermanita los asesinó a tiros y golpes mientras dormían. Después salió al patio, fumó un cigarrillo bajo la lluvia, volvió a entrar y mató a su hermano. “Negro, ¿por qué te hice esto si yo te quería?”, dijo que pensó en ese momento.

Nunca quedó claro cuál fue el móvil que lo impulsó a cometer los crímenes. Se habló de una relación conflictiva con su padre. También de celos enfermizos cuando nacieron sus hermanos menores y le quitaron su lugar protagónico en la familia. Incluso especularon con algún interés económico. Ninguna pista cerró.

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